El barco surcaba el mar a toda vela. Pandiego se sostenía el mentón como un dog en la ventana de un carruaje. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa en los labios. Apreciaba la frescura de la brisa matutina en la cara. Qué sensación tan agradable la de sentir cómo el viento se introducía por su melena. Era como una caricia bien merecida después de todo por lo que había pasado...

Hacía meses desde la última vez que se había bañado en condiciones. En total, 28 meses desde que no veía a los suyos... Pandiego estaba seguro de que el reencuentro sería intenso y lleno de emociones. El joven pandawa había decidido echarse a la mar mientras el Caos de Ogrest seguía haciendo de las suyas. Era el viaje de su vida, un periplo a través de todo el Mundo de los Doce. Un retiro espiritual, como él lo llamaba. Pandiego imaginaba que aquella experiencia lo transformaría, que saldría de ella siendo alguien totalmente diferente. Al igual que el Mundo de los Doce seguía transformándose día tras día debido a los cataclismos que ya formaban parte de la rutina de los doceros...
A lo lejos, una fina banda de tierra empezaba a perfilarse a través de la bruma. Hacía una eternidad que no la veía, pero la habría reconocido con los ojos cerrados: su amada Pandalucía. Sus verdes tierras. Sus cultivos de bambú, únicos en su género. Era como si nunca se hubiera ido. ¡Y eso que siempre repetía que un bambusero nunca abandonaba su bambusería! Estaba impaciente por volver a ver a los suyos...
Un golpecito contra una de las paredes del barco para decirle a su amigo que acelerara. El anutrof a cargo del timón aumentó la velocidad. El barco dio algunos trompicones y levantó una ola de agua salada que fue a parar a la cara del pandawa; después se repuso y navegó a toda vela.
Tenía tantas cosas que contarles. Tantas ganas de abrazarlos. Había echado de menos incluso a la arpía de su hermana. Mientras el barco se abría paso entre las olas, los vio de lejos, atareados en la bambusería. Mejor dicho, vio sus siluetas: un velo de bruma lo separaba de la tierra firme.
—¡Última parada, todo el mundo abajo!
Pandiego lanzó su petate por la borda y dio un abrazo a su amigo algo emocionado.
—Venga, no vayas a hacer ningún drama. ¡Me vas a romper mis viejos huesos si me sigues estrujando así!
—Te echaré de menos, amigo...
—Lo mismo digo... ¿Con quién voy a vaciar los bares ahora?
—No me digas que no tienes una o dos mujeres que te esperan en cada puerto. ¡Un hombre tan apuesto como tú!
—Pues no. El diluvio se las ha llevado a todas. ¡O se esconden para no verme más!
Pandiego esbozó una sonrisa triste, llena de empatía.
—¡Deberías dejar las malas costumbres! —respondió el pandawa quitándole a su amigo la colilla que tenía pegada a la boca y tirándola al agua.
Este gruñó a modo de afirmación. Un pequeño saludo con la mano y volvió a echarse a la mar. Pandiego se quedó mirándolo mientras se alejaba y se hacía cada vez más pequeño, más vulnerable. Hasta que ya solo era un minúsculo punto negro en mitad del océano. Había conocido a aquel marinero al final de su viaje. Pero era como si lo hubiera conocido desde siempre.
Avanzó con el corazón en un puño, aunque también lleno de emoción. Hacía tanto tiempo desde la última vez que había puesto los pies en tierra firme que sentía vértigo. Se tambaleaba. Era como si el suelo que pisaba desapareciera bajo sus pies. Pero había algo más extraño... Las siluetas de los demás pandawas daban la rara impresión de que estaban encorvados y como inestables. ¿O acaso alguien los había avisado de su regreso y ya habían empezado a celebrarlo? Aquella posibilidad le arrancó una carcajada que tuvo que disimular.
«Veo que por aquí todo sigue igual», pensó divertido.
Pandiego pensaba tomarse su tiempo. Quería saborear cada segundo previo al reencuentro con los suyos y acordarse de ellos para siempre. Contaría aquel momento lleno de emoción a sus hijos, a sus nietos y, por qué no, a sus bisnietos. Ya se los imaginaba, unos cuantos, sentados a su alrededor junto a la chimenea de su pequeña cabaña, allá arriba, en la cima de la colina. Podía ver sus miradas maravilladas por el relato de sus aventuras.
Cuanto más se acercaba, más lograba distinguir una silueta de otra. Empezaba a diferenciarlas, a reconocerlas. Ver que eran tantos lo reconfortaba.
La atmósfera era pesada. Espesa y pegajosa. Casi podía palparse. No sabía decir si era por su larga ausencia o por otra cosa, pero en aquel momento la humedad reinante lo golpeó con más intensidad.
Pandiego ya podía ver los rostros perfilarse con más precisión. Pero había algo que le extrañaba. ¿Tanto habían abusado de la leche de bambú fermentada que no habían reparado en su presencia?
Quizás los cultivos de bambú, que, por cierto, parecían marchitarse, les impedían verlo. Cuando los atravesó, Pandiego agitó los brazos.
—¡Muy bonito, eh! ¡No habéis esperado a Pandiego para el aperitivo! —bromeó el joven superviviente.
Ninguna reacción. Sus parientes parecían de mármol. Los que estaban de espaldas a él permanecían completamente inmóviles. Los otros tenían algo casi inquietante en la mirada...
—Ah, ya veo. ¡Qué divertido!
Seguía sin obtener respuesta.
—Bueno, si es una broma, empieza a no tener gracia. ¡Pandilla de graciosillos!
Silencio. Pandiego estaba perdiendo la paciencia y empezaba a enojarse. Sabía que los pandawas podían tener un sentido del humor algo pesado. Pero de ahí a ignorarlo por completo después de tantos meses fuera... Le costaba creerse todo aquello.
Una silueta, aún de espaldas a él, destacaba entre las demás. Aquel cabello largo, del que tiraba cuando se peleaban. Aquel vestido, que nunca se quitaba y que hacía que pareciera un saco de patatas, como él le decía de broma. Era ella. Pandiego se acercó a la joven y le puso la mano sobre el hombro.
—Te he echado de menos, tata... —susurró mientras le acariciaba el pelo con ternura.
Un gruñido casi bestial. La joven se dio la vuelta con brusquedad.
—¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!!
Los ojos inyectados en sangre. La tez verdosa. El cabello grasiento y enmarañado. Y aquella voz ronca... O llevaba sin pegar ojo desde que Pandiego había dejado la isla, o era víctima de una terrible maldición. Un gran escalofrío recorrió todo el cuerpo del pandawa. Al retroceder, el pie se le quedó atrapado en una raíz de bambú y estuvo a punto de caerse de culo; pero pudo agarrarse «in extremis» a otro de sus parientes, que también se dio la vuelta. El mismo cuadro: con la tez cerosa y la piel hecha jirones, su amigo de la infancia había envejecido de la peor forma posible. Pandiego dejó escapar un nuevo grito de horror e hizo que todos los demás pandawas se dieran la vuelta. Bueno, lo que quedaba de ellos.
Avanzaban lentamente hacia él, con el cuerpo medio demacrado, la espalda encorvada, el paso casi convulsivo.
Pandiego estaba aterrado. «Un pandawa nunca debería abandonar su bambusería», pensó...
Estas criaturas presas de un misterioso mal han vuelto ¿Conseguirás erradicarlas de una vez por todas? ¡"El regreso de los sedentores" llegará pronto al juego!