Rechazado por los suyos durante mucho tiempo por su diferencia y por su apariencia considerada demasiado oscura, el Zespadín Negro ha pasado la mayor parte de su tiempo solo en la arena, con los ojos en el agua... Una infancia difícil que le permitiría, sin embargo, forjarse un carácter fuerte.

En los parques de arena del colegio, este pez negro de aleta agrietada inspiraba unas veces temor, y otras asco. Su narizota puntiaguda también era motivo de cantidad de burlas.
«¡Es una roca! ¡Un pico! ¡Un cabo! ¿Qué digo un cabo? ¡Es toda una península!».
Cuentan que un día, cuando se encontraba de nuevo solo a la hora del recreo, retirado bajo una palmera y aburriéndose soberanamente por su suerte, Zesfeín, como lo llamaban sus compañeros, oyó la risa tan característica de Eugenia, una cangwejo por la que bebía los vientos...
Rapepe, un pischis dominante y, dicho sea de paso, su peor enemigo, se hacía el interesante desde lo alto del acantilado que dominaba el océano. Como era habitual en él, causaba sensación con sus mejores imitaciones de los profesores, todo ello acompañado de acrobacias grotescas.
—Pfff... ¡Eso, tú ríete! Que el que ríe el último ríe mejor… —murmuró el Zespadín Negro, con el corazón lleno de amargura.
Cuando, de repente, las exclamaciones de alegría dieron paso a gritos de horror.
El pischis dominante se había resbalado y estaba suspendido en el vacío, con la larga espina que le salía de la frente atascada en las ramas de un pequeño arbusto que echó raíces en la roca.
—¡Tenemos que ayudarlo! ¡La rama va a ceder y no sabe nadar! —exclamó Eugenia.
—Pff, ¡un pischis que no sabe nadar! ¡Qué VERGÜENZA! ¡Ja, ja, ja!
—¡No es el momento de hacerse el listillo, pez alfombra! —le criticó la cangwejo.
—Necesitaríamos algo a lo que se pudiera agarrar para subirlo —sugirió Gazpischos el Refrescante mientras se hurgaba la nariz.
—¿Quieres decir... algo así como un arpón? —respondió Eugenia moviendo la cabeza hacia Zesfeín, que estaba unos metros más abajo.
Este no podía negarle nada a la joven y hermosa cangwejo. Aunque se tratara de ayudar a su peor enemigo... De manera que, tan pronto como ella le explicó la situación, aceptó hacer su buena acción del día. Cabe decir que tenía una idea rondándole la cabeza... Aquel pequeño «sacrificio» valdría la pena, eso, seguro.
En lo más alto del acantilado, Zesfeín vio a unos compañeros con la mirada apenada e implorantes. Todos, salvo Eugenia, habían sido partícipes día a día en mayor o menor medida de la exclusión y de las burlas que provocó Rapepe. Eran todos cómplices. Pero hoy todas las esperanzas estaban puestas en él. Una sensación de poder que el zespadín negro encontraba especialmente placentera...
—Así que no sabemos nadar, ¿eh? —le espetó al pischis dominante con una gran sonrisa, desvelando así dos filas de dientes cortantes como cuchillas.
—No te pases, Zesfeín... Haré lo que me pidas. ¡Pero, por favor, sácame de aquí!
El pischis examinó la situación desde todos los ángulos, tomándose su tiempo. Lo habitaba una esperanza secreta, que la rama se rompiera y se deshiciera así de una vez por todas de su «compañero» de clase...
Acto seguido se volvió hacia los demás pischis y puso un gesto serio, voluntariamente exagerado.
—Bueno, yo solo veo una solución. Arriesgada, pero es lo único a lo que veo que podamos agarrarnos...
—¡¿Vas a soltarlo ya o no?! —apuntó Gazpischos el Refrescante, que se impacientaba.
—Sus calzoncillos.
—¿Cómo que «sus calzoncillos»? —Eugenia parecía intrigada.
—Voy a tener que agarrarlo por los calzoncillos. Que conste que no va a ser bonito de ver.
El pez alfombra no pudo evitar soltar una pequeña carcajada. Eugenia le lanzó una mirada asesina que le devolvió la seriedad al instante.
—Ehm... ¿Estás seguro de que no hay otra solución? —se alarmó Rapepe.
—Seguro. —bajo un gesto aparentemente imperturbable, Zesfeín disfrutaba.
—No hay que darle más vueltas, ¡vamos, rápido! —dijo rápidamente Eugenia.
—Bueno, a ver. Ehm… Yo también tendré algo que decir, ¿¿no?? Porque...
—¿Acaso prefieres quedarte ahí enganchado? ¿Esperando a que los cuerboks vengan a picotearte? —la joven cangwejo empezaba a perder la paciencia.
—Tiene razón —añadió Zesfeín—. No es momento de ponerse tiquismiquis... amigo mío —el momento era exquisito. El zespadín negro saboreaba cada segundo. Pero llegó la hora de pasar a la acción. El pischis se extendió boca abajo en el suelo, acercándose al máximo al precipicio.
—Ten cuidado, Zesfeín... —le dijo bajito Eugenia con una voz llena de dulzura.
El corazón del zespadín negro latía a cien por hora. No era ni por el miedo al vacío, ni por el vértigo, ni por la consciencia del riesgo: ella se había dirigido a él. Y con mucha benevolencia, para más señas...
Revitalizado, Zesfeín estiró al máximo la nariz. Tras varios intentos infructuosos, consiguió por fin ensartar el calzoncillo del pischis dominante.
—¡Ay!
—Uy, perdona...
Detrás de él, el pez alfombra soltaba una risilla tonta.
Tras muchos esfuerzos, el zespadín negro logró descolgar al equilibrista del pequeño arbusto y subirlo hacia sí. Cuando estaba a punto de soltarlo delicadamente en tierra firme, el slip de este se desgarró. De manera que se estampó contra el suelo con el culo al aire y semblante horrorizado, bajo la mirada atónita de sus amigos.
La tensión bajó de grado. Movida por una ola de alivio, la pequeña asamblea se puso a reír a carcajadas, en coro. Zesfeín lo entendió. Pero Rapepe no, precisamente, pues se hundía en un tsunami de vergüenza...
Elevado a la categoría de salvador, el zespadín negro por fin había consumado su venganza por todas aquellas humillaciones del pasado. Dos pájaros de un tiro... Pero lo más satisfactorio de todo esto era la mirada cómplice y pizpireta que le lanzaba Eugenia...