Dispersos por todo el Mundo de los Doce tras el Caos de Ogrest, los uginaks tratan de rencontrarse cueste lo que cueste. Su lugar de reunión: el Picahari. Su objetivo: darle una buena lección al monstruo que los separó. Pero antes es necesario determinar qué papel tendrá cada uno…
Una cola tan larga como la del dios Uginak se extendía de una punta a otra del campamento. Rodeada por una decena de chozas improvisadas, la lona de una cabaña de construcción más sólida destacaba entre las demás. Kalidar, con su pelo canoso y ralo, y su ojo siempre avizor, se encontraba en el centro, sentado a una mesa hecha de huesos sobre la que descansaba una piel de milubo a modo de mantel. A su lado, tanto a su derecha como a su izquierda, dos bermanes de aspecto serio y armados con lanzas miraban al horizonte. A su alrededor, unos soldados uginaks vestidos con flamantes armaduras estaban ocupados preparando la «gran partida», una larga y peligrosa aventura que los conduciría hasta la guarida de Ogrest.
El viejo sabueso de Kalidar tenía varios documentos entre las patas. Los estudiaba, los examinaba atentamente. Sus ojos saltaban frenéticos de uno a otro; pasaba a la siguiente página y volvía a la de atrás, concentrado. ¿O molesto? No era fácil adivinarlo. Se rascaba el hocico con sus grandes patas llenas de cicatrices. Frente a él, un mata enclenque, con los hombros encorvados y el morro gacho, pasaba un mal trago.
—Ummm…
Después de diez minutos interminables para el joven candidato, aquel fue el único sonido que salió de las fauces del moloso. La tensión se palpaba en el ambiente.
—Ummm…
El mata empezó a rascarse el hocico, hasta que un grito de Kalidar le sobresaltó.
—¡A la cocina! Es lo mejor que te puedo ofrecer, muchacho. Y procura hacer bien tu trabajo: ¡nuestros soldados van a necesitar fuerzas!
A la vez decepcionado por el veredicto y aliviado de que el suplicio hubiese terminado, el joven uginak volvió a tomar su mochila y se marchó sin pronunciar palabra.
—Pfff, guerreros… ¡Necesito GUERREROS DE VERDAD, no pasteleros! —rugió el jefe uginak golpeando la mesa con el puño.
—¡SIGUIENTE! —gritó, mondándose los dientes con ayuda de un pequeño hueso de miaumiau.
Dos uginaks, un macho y una hembra vestidos como si fueran al baile del despertar de los tiempos, avanzaron contoneándose y con una sonrisa pícara en el morro. Kalidar los miró con ojos grandes como croquetas. Después empezó a reírse a carcajadas, haciendo vibrar la lona de la cabaña.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! ¿Creéis que esto es la ceremonia de entrega de los premios de Operación Trovador o qué? ¡No puede ser! ¡Ja, ja, ja!
Noobie y Klaide no parecían prestar atención a los comentarios del moloso. Impasibles, seguían con aquella sonrisilla de satisfacción. Los dos bermanes que montaban guardia, que hasta entonces no habían movido ni un pelo, apenas podían contener la risa, sacudiendo ligeramente los hombros.
—No, en serio, muchachos —continuó Kalidar, algo desencantado esta vez—. Os habéis equivocado de lugar, aquí no es la fiesta pija. Marchaos por donde habéis venido, no tenemos tiempo que perder. ¡SIGUIENTE!
Los dos uginaks avanzaron un poco más. Él tomó asiento en el sillón que había frente a Kalidar y se puso cómodo, sin apartar la vista de los ojos del jefe. Ella se sentó sobre el pico de la mesa y cruzó las piernas. Su vestido abierto mostraba todos sus encantos…
Kalidar empezaba a perder la paciencia. Sus labios se separaron, enseñando una hermosa fila de dientes brillantes y afilados. Un ligero gruñido escapó de su garganta. Los bermanes también habían dejado de reír. Uno de ellos avanzó hacia aquellos dos provocadores y los amenazó con su lanza.
—Eh, graciosillos, ¿es que no habéis oído al jefe? No tenemos tiempo que perder con cretinos como vosotros. Esto es el servicio de reclutamiento para ir a zurrar a Ogrest. ¡No estamos aquí para comer pastelitos ni para charlar tomando una copita de zumo de champi champ! ¿Está claro?
—Qué bonito… —dijo Noobie mientras se inclinaba hacia Kalidar con la aparente intención de querer agarrar el collar de huesos que adornaba el cuello del moloso.
Como buen guardaespaldas, el bermán enseguida se abalanzó hacia ella, aunque no lo suficientemente rápido. Con un solo gesto, Noobie se rasgó el vestido, desvelando una indumentaria de guerrera. De detrás de la espalda se sacó un gancho tallado en un hueso enorme y lo lanzó contra el armazón de la cabaña. Acto seguido, se apoyó en la mesa para ejecutar una pirueta con la que le propinó al bermán una patada magistral en plena mandíbula.
El segundo bermán intentó agarrarla, pero Klaide lo inmovilizó hábilmente con una llave de brazo y le soltó una furiosa patada en la espalda. El bermán salió despedido hacia delante, se fue chocando con otros soldados y terminó golpeándose contra un armario lleno de herramientas y armas de todo tipo, provocando un escándalo ensordecedor.
Los golpes llovían de todas partes, pero Noobie y Klaide los esquivaban con una destreza nunca vista. La pareja de uginaks ejecutaba con maestría una curiosa coreografía, mientras los guardias salían despedidos en todas direcciones. Parecían dos bailarines profesionales, tan elegantes como temibles.
Después de media hora de mamporros, el sonido de los golpes, de las armas que entrechocaban y de los gritos se extinguió para dar paso a los lamentos de los soldados que yacían en el suelo. Noobie y Klaide permanecían de pie. Ella tenía el pie apoyado en la espalda de un uginak fuera de combate, con un ojo hinchado como un huevo de pestruz y la lengua colgando. Él, por su parte, sostenía firmemente por el cuello a un soldado, y en la otra mano, enseñaba el collar de Kalidar.
—Ten, querida —le dijo a Noobie ofreciéndole la joya.
—Eres un encanto, amor —le respondió melindrosa antes de mandarle un beso soplándose en la mano.
El campamento parecía un verdadero campo de batalla. Ellos dos solos habían logrado vapulear a casi todos los hombres de Kalidar. Los demás, petrificados por lo que acababan de presenciar, no se atrevían ni a mover la cola.
Pasmado, Kalidar también había permanecido quieto como una estatua durante el «espectáculo». Los dos guerreros se acercaron lentamente a él, mientras este se iba hundiendo más y más en su asiento como si quisiera volverse invisible.
—¿Entonces, qué? ¿Contratados? —preguntó Noobie mientras Klaide devolvía el collar a Kalidar.
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