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Boss Smasher: la profanación de la horticultura

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Le encantaban aquellos momentos. Cada mañana repetía los mismos gestos. Bajaba de la cama. Primero, el pie izquierdo, siempre. Se ponía el calcetín. Después, la pierna derecha. El otro calcetín, siempre... Con el cabello alborotado, el rostro arrugado y la mente todavía abotargada por el sueño, Giorge hacía el trayecto de la cama a la cocina con el mismo ánimo que un sedentor.

«Shlip... Shlip, shlap. Shlip. Shlip. Shlap...»

Hasta sus pantuflas parecían quejarse, arrancadas de una noche demasiado corta. A tientas, con los ojos medio cerrados, el anutrof agarraba una taza y la llenaba con el dulce brebaje que prometía aclararle las ideas. Un trago del líquido antes de empezar de verdad la jornada, siempre. Hasta entonces, Giorge no era más que un autómata que repetía cada movimiento sin ser consciente de ello.

Mientras el líquido caliente y reconfortante le bajaba por la garganta, su primer pensamiento fue para ella. Irremediablemente. Cuando la había dejado el día anterior, todavía no estaba lista. Debería tener un poco más de paciencia... No forzar las cosas. Darle tiempo. Todo el tiempo que le hiciera falta. Giorge había esperado durante 52 largos años. Ya solo tendría que hacerlo unas horas más...

Desde su ventana podía verla. O, al menos, imaginarla. Fuera, el hielo había cubierto lo que él solía llamar su «jardín secreto». Aunque, a decir verdad, no era tan secreto... Hacía meses que les comía el coco a sus vecinos con aquella que ocupaba sus días y sus noches. Los invitaba, cada tarde a la misma hora, a presenciar su hipotética aparición. Debía de ocurrir poco después de que cayera la noche. Al menos, eso decían los expertos en la materia.

Giorge se puso un chaleco forrado, una bufanda y un gorro de lana de jalató. Empujó la puerta del porche con la punta del pie. Su ligero crujido rompió el silencio matinal. Una fina capa de hielo había cubierto su obra de arte. Sus gruesas plantas trepadoras, sus arbustos y el imponente pikabeto que se alzaba en el medio estaban ateridos. Pero el frío no hacía mella en su belleza. El crujido del hielo que pisaba lo acompañó hasta la pequeña habitación que había al fondo del jardín. Giorge levantó con cuidado la tela protectora que escondía su bien más preciado.

Era magnífica. Le costaba imaginar que lo sería todavía más cuando hubiera extendido sus pétalos. Por poco favorable que pareciera el clima, el Fénix de Titán había elegido aquel periodo del año para eclosionar.

Giorge pasó el día como todos los demás. Talló sus bambúes, comprobó que el mecanismo de su molino de agua funcionara correctamente y se aseguró mil veces de que a los pischis del estanque no les faltara de nada. Estaba alegre. Algo en el ambiente le hacía pensar que aquel sería el día. Por ello, decidió ponerse su mejor traje. La última vez que se lo había puesto fue para una cena romántica con Thalma, cuando celebraban sus bodas de esmeralda.

—¿Puedo pasar?

La anutrofita asomó su pequeña cabeza por la puerta entreabierta antes de que Giorge tuviera tiempo de responder.

—Estás fantástico...

A todas luces, Thalma no pensaba una palabra de lo que decía. Los deliciosos platos que preparaba con manteca de jalató habían pasado factura a la antes esbelta silueta de su esposo. Pero daba lo mismo. Estaba ciega después de 40 años de amor. Admiraba la pasión y la devoción con que el anutrof se ocupaba de sus plantas, y lo miraba con la misma mirada tierna que tendría una madre para su hijo. Cuando estaba atareado en el jardín, el anutrof se metía en una burbuja de la que era imposible sacarlo. Thalma lo sabía y evitaba a toda costa molestarlo. Sin embargo, a su pequeño vecino Daniz le daba completamente igual... Peor todavía: esperaba pacientemente a que Giorge estuviera en su jardín y disfrutaba al máximo distrayéndolo de sus quehaceres.

—¡Eh! ¡Largo! ¡No quiero verte por aquí incordiándome! ¡Pedazo de @!#%$!

Más allá del estrés provocado por aquel momento tan esperado, el mayor temor de Giorge era que Daniz lo echara todo a perder. Cada vez que su pequeña cabeza rubia aparecía por encima de la cerca que separaba sus casas, el anutrof se preguntaba qué nueva travesura estaría tramando aquel mocoso...

16:00. El cielo ya se estaba oscureciendo. Había luna llena. Thalma encendió los farolillos multicolores; era como si una fiesta fuera a tener lugar en el jardín. Unos balíes pedaleaban con fuerza para que funcionaran, ellos y el enorme proyector que apuntaba a la caseta donde se encontraba el Fénix de Titán, escondido bajo una campana.

Todos los vecinos estaban allí, expectantes, sentados educadamente mientras Thalma repartía bebidas con gas y aperitivos. Una vez más, Daniz se había escabullido de sus padres. En solo unos minutos, ya había arrancado de cuajo un arbusto, había sacado del estanque dos pischis y había pisoteado un parterre de brotes pequeños.

—¡Daniiiz, sé educado, mi miaumiau lindo! ¡No molestes a los vecinos!

Era evidente que la madre de Daniz no tenía ninguna autoridad sobre su hijo. Aprovechando que volvía a estar de espaldas, el muchacho hizo a Giorge su mejor mueca. El anutrof estaba enfurecido. Maldito niño... ¡Tendría que haberlo convertido en abono para sus plantas!

17:00. La hora ideal para empezar su discurso.

—Queridos amigos. En primer lugar, quiero daros las gracias de corazón a todos por haber venido esta noche. Como ya sabéis, espero este momento desde hace años. Durante todo este tiempo, no ha habido ni un solo día que no haya cuidado, qué digo, mimado a mi Fénix de Titán. ¡Ah, sí! ¡Potajes de cardos y tahartas frías he comido muchos, podéis creerme! ¡Preguntadle a mi mujer!

Giorge lanzó un guiño a su esposa, que le respondió con una sonrisa tierna llena de complicidad.

El Fénix de Titán es una planta que solo eclosiona una vez cada 200 años, y se marchita pasadas 72 horas. Un paso fugaz por nuestro precioso mundo para, sin duda, la más sublime de las criaturas... ¡Después de Thalma!

Los asistentes se pusieron a reír a carcajadas, casi con exageración. Estaban extasiados.

—¿No os parece prodigioso pensar que, la última vez que mostró sus magníficos pétalos, todos nosotros estábamos aún en Incarnam?

Giorge consiguió que el público volviera a reírse a más no poder.

—Los astros están alineados, hay luna llena, y mi afilado instinto me dice que se acerca la hora. No os perdáis ni un detalle de esta experiencia, os lo aseguro: ¡no volveréis a vivirla en mucho tiempo!

Thalma se colocó cerca de su esposo, lista para tirar del hilo fuertemente atado a la campana que mostraría el mayor orgullo de su Giorge.

El anutrof estaba de espaldas a la habitación. Oyó un pequeño crujido, detrás de él. Ya imaginaba los pétalos abrirse y los pistilos desenrollarse con toda su belleza. Tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente, con un sentimiento dividido entre la impaciencia y las ganas de hacer que aquel momento durara para siempre. Había llegado la hora. Giorge abrió los ojos y dio LA señal a su mujer: podía proceder.

Thalma tiró del hilo con sequedad. El globo, hecho completamente de oro fundido, era pesado. La anutrofita tuvo que pedir ayuda a un vecino yopuka de complexión musculosa. Primero, apareció un enorme bulbo, firmemente plantado en la tierra. Luego, una serie de espinas puntiagudas. «Qué extraño», pensó Thalma. Giorge le había descrito la anatomía de su Fénix de Titán de arriba abajo, pero no recordaba aquel detalle... Quizás se lo había imaginado. A medida que la campana se elevaba, la entusiasmada muchedumbre podía apreciar más detalles del Fénix.  

Giorge mantenía los ojos cerrados. Quería descubrir su Fénix al completo. Mientras tanto, el anciano disfrutaba de los gritos de asombro de sus espectadores. Se regocijaba en ellos.

—¡Oooooh!

—¡AaaAAAH!

—¡Qué maravilla!

—¡FuafuaFUAAA!

—¡AAAAH! ¡¡Qué horror!!

—¿¿Qué horror?? Pero... ¿Qué es lo que pasa? ¡¿Cómo se atreven?!

Giorge volvió a abrir los ojos y se giró en seco. Lo que descubrió le dio la impresión de que le habían inyectado un veneno paralizante en todo el cuerpo. Un tallo robusto y lleno de espinas se alzaba ante él. Aunque unas sublimes hojas marrones salpicadas con manchitas azules lo cubrían de arriba abajo, mirar «aquello» era horroroso. El anillo color fucsia, horrendo, que decoraba la parte superior del monstruo hacía que su sonrisa carnívora fuera todavía más terrorífica.

—¿Pero qué...?

El anciano no podía creer lo que veían sus ojos. ¿Dónde estaba el Fénix que le habían prometido todos aquellos días de duro trabajo? Un nuevo grito estridente se elevó de entre el alboroto reinante. La madre de Daniz se llevó la mano a la boca. El terror podía leerse en sus ojos, su cuerpo temblaba. De las fauces abiertas de la criatura colgaba, enganchado en uno de sus afilados colmillos, un trozo de tela de terciopelo rojo. El peto del pequeño Daniz...

Los ojos de la criatura que había suplantado a su Fénix se clavaron en los de Giorge. Entonces, comprendió todo. Y se dio cuenta de que tendría que haber sido más generoso con el herbicida...

«Espinanta...»


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