Temblorosa como una hoja de abráknido, la anciana Sadida esperaba en el umbral de la puerta, envuelta en un albornoz de esponja de color verde desgastado. Llevaba en el pelo un montón de rulos multicolor que la hacían parecer un pikabeto de Nawidad. Suspiros cortos pero honestos traicionaban su impaciencia...

Las puertas del carruaje chasquearon con una cierta exageración. Un pequeño placer que se otorgaban los miembros de la milicia cuando llegaban al lugar del crimen o de cualquier otra infracción.
—¿Señora Grineva? Somos Tchilapatu y Birochet, de la brigada de robos y doceridios. —¿Es usted la que nos ha informado de que han entrado en su casa a la fuerza?
—¡Vaya, ya era hora! ¡Hubiese podido morir mil veces mientras les esperaba!
—Cálmese, señora, cálmese... Hemos venido lo más rápido posible. ¿Cuál es el problema? —dijo Tchilapatu.
—¿El problema? Me parece evidente...
La anciana dama, con los brazos cruzados sobre el pecho, movió la cabeza en dirección al marco de la ventana que daba a la escalinata. Había restos de lo que había sido en su momento un bote de terracota. En el suelo: tierra esparcida por todas partes y flores saqueadas, ligeramente pisoteadas.
—¡Miren esto! ¡Qué panda de monstruitos!
—¿De quién habla, señora? —preguntó Birochet.
—Pues... ¡No puede estar más claro! Enseguida lo entenderán, síganme... Atención: acabo de pasar la bayeta, ¡quítense los zapatos!
Los dos inspectores intercambiaron una mirada que hablaba por sí sola. La mañana iba a ser larga. Y apasionante... Se quitaron los zapatos sin preocuparse por esconder su irritación. Birochet llevaba unos zapatos amarillos con lunares rosas, los cuales habían provocado algunas burlas por parte de su socio.
En el interior, la decoración era anticuada. Las baratijas de porcelana se juntaban con los tapetes de gancho e invadían cada habitación de un modo increíblemente ordenado. Olía a jabón y a caldo de verduras. En la cocina, un ragú de jalató agridulce cocía a fuego lento en una sartén. Se respiraba un ambiente cálido y acogedor en este lugar. Como si se tratara de una visita a casa de la abuela, un domingo de desiembro...
La Sadida abrió un armario, frunció el ceño y gimió, como si acabara de descubrir el delito.
—¡Aquí tienen! ¡Miren esto! ¡Una caja de galletas nueva! Kuinkiz. Qué casualidad... ¡Solo puede tratarse de ellos!
—¿Ellos? ¿Quiénes son «ellos»? —preguntó Birochet.
—Por todos los dioses, ¿lo hacen a propósito? Ay, la milicia de estos días... ¡Ya no es lo que era!
La anciana dama invitó a los dos doceros a subir. Mientras Birochet se ponía manos a la obra, Tchilapatu examinaba el embalaje de las galletas con más detenimiento. La caja tenía trazas de mordeduras. Una bonita hilera de dientes tan minúscula que apenas podía verse.
—Hmmm... Qué raro...
—Tchilapatu, ¡acércate! No nos vamos a quedar aquí todo el día... —le susurró su colega, irritado.
El piso estaba en la planta baja. En las paredes del pasillo que distribuía las habitaciones, había obras de bordado colgadas con alfileres. Pequeños wauwaus adorables perfectamente acurrucados en sus cestas, frases llenas de bondad, por ejemplo: «Reconocerás la casa de la felicidad por su perfume de carcajada enorme», «No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti» o «Ser malvado no es educado», finalizaban el retrato bien esbozado de la anciana dama. Empujó una puerta recubierta de una tira de tela rosa con bolitas de la cual no se podía decir si era tapicería o moqueta, que los llevó al cuarto de baño. Volvieron las baratijas de porcelana, sobre todo miaumiaus que los miraban fijamente con algo de angustia. Habían colonizado el lugar y se fundían en mitad de un montón de frascos de perfume y cremas de todo tipo. La anciana dama corrió la cortina de la bañera. Manojos de pelos, por aquí y por allá, desentonaban sobre el blanco inmaculado de la loza.
—¿Lo ven? Incluso se han apoderado de un baño. ¿Y creen que aclararon la bañera antes de irse? ¡Puaj! ¡Pero estos bobos han dejado pruebas! Estoy segura de que se trata de esta panda de jóvenes uginaks que rondan por el barrio durante la noche... ¡Son ellos, os lo juro!
Tchilapatu abrió algunos cajones intentando encontrar una pinza de depilar y la utilizó para recoger uno de los manojos de pelo. Lo examinó con la ayuda de la tenue luz de la ventana, con los ojos entrecerrados para concentrarase.
—Me temo que se equivoca usted de culpables, señora Grineva... Los uginaks tienen el pelo mucho más tupido. Mire. Este es fino. Y huele mucho peor...
El miliciano acercó el manojo a algunos centímetros de la nariz de la anciana dama, que hizo un movimiento brusco para apartarse.
—Ah... ¡Deténgase ahora mismo, es una verdadera infección!
Tchilapatu metió la prueba en una bolsa sellada.
—Los jóvenes uginaks tienen una higiene dudosa, ya lo sabe..., —añadió la señora Grineva.
—Es posible... Pero sus mandíbulas son mucho más grandes que las que he podido ver hasta ahora…
Tchilapatu señaló la pastilla de jabón que se encontraba en el borde de la bañera. Había pequeñas huellas dentales, parecidas a las que habían encontrado en el embalaje de las Kuinkiz.
—Encontramos las mismas en el yuyo de mantequilla que está en su armario refrigerante, en la pata del velador que se encuentra en su vestíbulo, en algunos puntos del tejido de terciopelo rosa de su mecedora, en algunas de las páginas de su «50 sombras de verde» y también...
Tchilapatu alcanzó el cepillo de dientes que estaba en el vaso encima del lavabo y lo usó para descolgar unas braguitas colgadas en una percha. Ahí también, el tejido estaba dañado. La anciana dama, con las mejillas enrojecidas por la vergüenza, se apresuró a recoger su ropa interior y les mandó una mirada asesina a los dos inspectores.
—¡Eso no se lo permito! ¿No les parece que mi intimidad ya se ha visto bastante comprometida por hoy?
—Cálmese, se lo suplico. Mi compañero no tenía malas intenciones, solo queremos ayudarla —dijo Birochet, intentando temperarla.
—Discúlpeme si la he hecho sentir incómoda, señora Grineva, pero parece que ha sido víctima de una invasión de parásitos. Está claro que pequeños roedores, tan monos como temibles, han hecho de su casa su hogar. Cabe destacar que... el lugar es acogedor. —Tchilapatu lanzó una breve mirada maliciosa a su compañero.
—¿Roedores? Pero bueno... ¡Mi casa está impecable y si hubiese un raratón aquí, puede estar seguro de que mi minino se hubiese ocupado de él!
—No son raratones, señora. Son ger...
Un gran «crac» seguido de una explosión ensordecedora sorprendieron a toda la casa e hicieron caer todos los frascos de perfume de la estantería.
Sin pensárselo dos veces, los milicianos bajaron las escaleras a toda prisa, listos para desenvainar sus armas, y salieron por la puerta de atrás de la casa. El gran árbol que dominaba el jardín de la señora Grineva estaba en llamas, como si le hubiese caído un rayo. Sin embargo, era imposible: el tiempo era un poco deprimente, pero no había rastro de tormentas. Después, un grito monstruoso hizo temblar el suelo de nuevo, seguido de un ruido eléctrico. Una sombra gigantesca cubrió toda la casa y amenazó a los dos hombres que seguían boquiabiertos y mirando al cielo. Tchilapatu tragó ruidosamente.
—Mamá gerbilinda está muy enfadada...