Tiene la vista tan afilada como la punta de sus flechas, el carácter tan fuerte como… eh… la cabeza de un crujidor. Aunque su abultado vientre de futura mamá le haga perder el equilibrio, ¡sigue pateando traseros entre contracción y contracción! Evangelyne, la arquera de gran corazón, rara vez se muestra débil. Quizás sea porque los ocras aprenden a ser fuertes desde que son niños.

La ventana estaba abierta de par en par.
Las cortinas de un blanco inmaculado flotaban ligeras, agitándose suavemente con la brisa, como si una presencia invisible las moviera. Pero no era más que una ligera corriente de aire. La puerta entreabierta dejaba escapar risas, palabras de ánimo y de enhorabuena: «¡Estoy orgulloso de ti, mi pequeña Evangelyne!», «¡Siempre he sabido que alcanzarías tu objetivo!», «¡La flecha de tu destino ya mismo saldrá disparada!», «¡Ja, ja, ja, ja!».
La habitación parecía la de una joven ocra. La de dos jóvenes ocras, para ser más exactos. En el suelo y en las paredes, había trazada con tiza una línea de puntos. El mismo espacio, dos estilos.
A un lado, el papel pintado mostraba al ídolo de los ocras preadolescentes: Viken Boscosner. Apuntaba con su arco, el ojo puesto en su objetivo, melena al viento. El cuerpo de la flecha realzaba su mirada tenebrosa, y la punta en llamas hacía que los corazones de las jóvenes ardieran (aunque menos que la parte superior de su camisa, que, desabrochada, dejaba ver una parte de su torso despoblado de vello). Minikornios y purpurina daban al resto de la pared un color rosa golosina.
Al otro lado, de aspecto más sobrio, la pintura caramelo contrastaba con el resto de la habitación. El esquema técnico de un arco y su flecha estaba enmarcado y colgado en la pared. Había unos libros perfectamente alineados sobre una estantería. La puerta se abrió por el lado ordenado de la habitación para dejar paso a la radiante Evangelyne.
*****
La joven de cabello platino sonreía de oreja a oreja. Llevaba su indumentaria oficial de «dama de compañía», grado inmediatamente inferior al tan ansiado de guardaespaldas. ¡Por fin lo había conseguido! Perdida en sus pensamientos, tardó en descubrir la carta doblada en dos que había sobre la cama del lado piruleta y algodón de azúcar de la habitación. Pero, cuando cerró la puerta a sus espaldas, la corriente de aire se detuvo en seco. Las cortinas dejaron de agitarse y el trozo de papel voló hasta aterrizar suavemente a los pies de la joven ocra.
Se inclinó para agarrarla. Y su expresión cambió…
*****
«Querida Eva:
Cuando leas estas líneas, estaré camino de mi destino».
Evangelyne puso los ojos en blanco. No era la primera vez que Cleofé se iba por la tangente. Pero su destino siempre terminaba devolviéndola al redil.
«¡DEJA DE HACER ESO CON LOS OJOS!
¡Esta vez es de verdad! Nadie conseguirá que vuelva, ni siquiera tú. Ese no es mi sitio… De hecho, ¡TÚ lo ocupas todo! El hecho de que seas la primera no quiere decir que tengas que hacer todo antes que yo. Y tampoco quiere decir que siempre lo harás mejor. He practicado con mi honda y estoy segura de que, en una competición, te ganaría con los ojos cerrados».
Eva no pudo evitar responder en voz alta: —La honda es para los bebés. Primero aprende a usar el arco y ya veríamos después, pequeña fanfarrona.
«¡Desde que agarraste el arco no haces más que presumir! Pero eso no te ha servido para salir con Memo Gibsón, ¡el guapito de tu clase! (¡Sí, sé que estás loquita por él!)».
El rostro de la ocra se crispó: —¡Pequeña arpía!
Estrujó la carta y se giró hacia la puerta para gritar:
—¡MAMÁ! ¡Cleo se ha vuelto a fugar!
Hubo un momento de silencio. En la planta baja, alguien se levantó y dio unos pasos para acercarse a la escalera que conducía a la habitación de las chicas. A través de la puerta entreabierta, una voz tranquilizadora y cariñosa respondió: —¡Tu padre va a salir a buscarla, mi gelatina!
- —Mamá, ya no tengo 6 años…
- —Perdón, es cierto que tienes 7. Cuando termines lo que estés haciendo, podrás venir a poner la mesa, ¡mi gelatina grande!
Eva puso cara de desgana. Después alisó la carta para terminar de leerla.
«¿Sabes qué? Algún día te demostraré lo que valgo. Que yo también soy fuerte y valiente. Que soy digna de ser tu hermana… De momento, haces todo antes que yo y me pones el listón demasiado alto.
¡Me llevas ventaja, pero ya te atraparé! Verás que soy mejor que tú en algo. Cuando lo consiga, volveré. ¡Y todo el mundo estará orgulloso de mí!
Todos creen que ser tu hermana es lo más. En la escuela ocra, todos me dicen: "¡Eres la hermana de Eva! ¡Uau! ¡Es una chica increíble!", "¡Qué suerte tienes!", "¿Podrías darle esta nota por mí?" y mimimimi y más mimimimi…
Cuando vuelva, te tocará a ti escuchar: "¿Eres la hermana de Cleofé? ¿Cleofé la Intrépida? ¡Uau, qué suerte!"
Ya lo verás…
¡Hasta pronto, Eva ocaquita!
Cleofé la Intrépida».
Los ojos de Evangelyne brillaban. Nunca antes había visto las cosas así. Simplemente, pensaba que a su hermana le gustaba enojarla y que estaba celosa de todo, como todas las hermanas pequeñas. Era la primera vez que advertía lo que Cleofé podía sentir. De pronto, la culpa la invadió. Se prometió que, cuando volviera, tendría más cuidado. ¡Sería una hermana mayor mejor!
Animada por aquel pensamiento, colocó la carta sobre su cama y abrió la puerta: —¡Mamá! ¡Dile a papá que ensillo mi dragopavo y voy con él!
Al girarse, la carta había desaparecido. Recorrió la habitación con los ojos y la vio bajo la cama de Cleofé. La corriente de aire la había llevado hasta allí, sin duda. Se arrodilló para agarrarla y descubrió una pila de más cartas debajo del lugar donde su hermana dormía. ¿Había escrito más? ¿Tantas? Eva eligió una al azar y la tomó. Echó un vistazo a su alrededor y empezó a leerla.
*****
«Mi amor Cleo:
Eres el sol de mis días, el astro de mis noches, la vela en la oscuridad que me asusta, la luciérnaga en mi jardín, la pepita de mi mina, la luz que brilla al final del túnel, el fuego en…».
—¡Eh! ¡Ya vale! ¡Es mi hermana pequeña! —dijo Evangelyne en voz alta. Divertida pero molesta, volvió a doblar la carta y se disponía a devolverla a su sitio cuando se detuvo en el último momento. ¿Quién le había escrito aquellas líneas de amor? En el fondo, Cleofé era una metomentodo. ¡Así podría pagarle con su propia moneda! Eva sonrió con malicia y volvió a desdoblar con suavidad la carta.
«Siempre recordaré cuando me miraste en el comedor. Hasta me olvidé de mi tortita… ¡y Ocra sabe que adoooro las tortitas!».
—Qué poeta…
«¿Te gustaría ser mi pequeña tortita de azúcar?
Tu amor locrito por ti
Memo Gibsón».
Aquella carta también terminó estrujada. Con el cuerpo en tensión, la mandíbula apretada, una vena hinchada en la sien izquierda, Evangelyne tragó saliva, antes de gritar:
—¡¡¡¡¡CLEOFÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉÉ!!!!!