Para inaugurar esta miniserie de verano dedicada a los personajes emblemáticos de la serie WAKFU, te proponemos una historia que algunos ya conocerán. Se desarrolla al este de Oma…

En el corazón de un bosque tropical, tan denso que la luz del sol apenas podía atravesarlo, resonaban en armonía los cantos de los pájaros. Pájaros que gorjeaban, piñoneaban, piaban y trinaban. De repente, se sucedieron espantadas y crujidos de las ramas. Algo corría y se acercaba. Lo que parecía un montón de hojas se dispersó en una decena de mariposas revoloteando de un lado a otro. Las ramas que quedaban, expuestas, no tardaron en esfumarse también poco a poco en busca de un nuevo escondrijo. De repente, unas grandes hojas pinadas y cordiformes se apartaron y apareció Grugaloragrán, extenuado. Miró por encima de su hombro y retomó la carrera.
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Por suerte, el dragón, con su forma de hombre anciano, vislumbró un gigantesco tocón podrido y vacío. Se refugió en él con un poco de dificultad. La corteza se rajó. Le costaría trabajo salir de ahí, pero el escondite parecía perfecto. Por el orificio, solo se veían dos ojos blancos atravesar la oscuridad.
Unos pasitos muy rápidos y mucho más ligeros se pararon cerca de él. El rastreador apartó las ramas, hurgó en los arbustos y suspiró.
—¡Maestro! ¿Dónde estás?
Ni un solo ruido, aparte de los cantos de los pájaros de vuelta a sus palos. Adamai perdía rápidamente la paciencia cuando las cosas parecían no tener sentido.
—Maestro, no entiendo esta práctica... ¿Qué se supone que tengo que aprender? —maldijo el pequeño dragón blanco—. No me importa perseguirte para aprender a correr más rápido, atraparte para aprender a atrapar una presa o un enemigo, pero prefiero practicar directamente con un cochino jabato, ¡sería más lógico! Esconderte así es... patét... en fin, no es apropiado.
Mientras se quejaba alzando la voz, iba removiendo la vegetación poco convencido.
—Espero que no te hayas transformado en tofu, no puedes transformarte en nada que no sea un anciano...
- —Y tú solo en niño...
Adamai se giró, agitado. La voz estaba muy cerca ¿Dónde podría estar su maestro? Agarró un bastón y empezó a pinchar por todos por el follaje, haciendo salir a una mamá jabalí que le gruñó a la cara, aprovechando para perfumarlo con su aliento fétido, antes de escaparse con sus tres pequeñines. El joven dragón, de apenas seis años, lanzó su bastón con furia y lo carbonizó en el aire.
—¡Este entrenamiento apesta! ¡Y ya está!
Ante él, un tocón se arrancó del suelo dejando aparecer dos piernas. Sorprendido, Adamai abrió fuego una vez más y el tocón quedó reducido a cenizas. Grugaloragrán, cubierto de cenizas, hizo una mueca que decía más que suficiente.
—¡Ya! ¡Lo he entendido, maestro! ¡Querías poner a prueba mis reflejos! ¿Es eso?
- —Hmm... No, Adamai. Quería enseñarte a... jugar.
El viejo dragón se quitó el polvo negruzco que le cubría los brazos y los hombros y, a continuación, se acercó a un riachuelo.
—No eres solamente un dragón, Adamai. También eres un niño —dijo poniéndose de rodillas delante del riachuelo—. Y si algún día deseas abandonar esta isla y descubrir el mundo —comenzó a decir Grugaloragrán antes de enjuagarse bien la cara—, debes aprender a convertirte en niño.
Se detuvo en seco.
—Pero, ¿qué te estás comiendo ahora?
- —Hmm... eh... ¡Bada! ¡Bada de bada!
- —Escupe ese tofu, joven aprendiz —le ordenó Grugaloragrán con un tono hastiado, pero autoritario.
- —¡Sput! —escupió el joven dragón, para luego ver cómo su merienda se iba volando—. ¿Un niño? ¿Y eso para qué sirve? Los niños son pequeños... ¡y débiles! Además, ¡ya sé transformarme en escarahoja!
- —Ya sabes muchas cosas para tu edad, Adamai. Pero, a veces, una vida no es suficiente para saber lo que uno es de verdad. No estás obligado a pasarte todo el tiempo trabajando y entrenándote.
El viejo dragón se levantó y tendió el índice hacia una mariposa, que se posó delicadamente en su dedo.
—A veces, se aprende simplemente observando, caminando, relajándose y jugando. Cada acción puede convertirse en una lección, pero no todas las acciones son visibles o externas, Adamai. También ocurren cosas en el interior. Tus emociones también son muy importantes, ya que te guiarán durante toda tu vida.
- —¡No entiendo nada de lo que dices y no quiero transformarme en niño! Si querías un niño, tendrías que haber adoptado a mi hermano, ¡no a mí!
Adamai se transformó en escarahoja y echó a volar. El anciano alzó la vista al cielo y lo vio alejarse. Luego, observó el insecto en su dedo, que abría y cerraba lentamente las alas sin cesar, pasando de la apariencia de una hoja a la de una mariposa.
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Al este de la isla, en la linde del bosque, una cabaña encaramada a un viejo árbol centenario y deforme, dominaba una playa de arena sin fin. El atardecer y el rugir de las olas completaban el encanto de este lugar prodigioso. Con un ligero zumbido, un escarahoja atravesó el paisaje y entró por la ventana de la choza de madera.
En el interior, dibujos de colores hechos con cera cubrían las paredes: retratos de Grugaloragrán, inocentes reproducciones de insectos, plantas y animales, un cubo azulado y dragones. Pero el verdadero tesoro del refugio de Adamai se podía reconocer al instante. Ocupando un lugar de honor delante de la ventana que daba a la playa, el cascarón del dofus de Adamai y Yugo, incompleto pero identificable, aparecía al contraluz del atardecer. La forma del huevo se había reconstituido en tres cuartas partes. Parecía un huevo pasado por agua al que solo le faltaba el sombrero.
Adamai había recuperado su apariencia de dragón y lo contemplaba. Su rostro se conmovió. Caminó hasta el umbral de la puerta, sacó las garras y rascó el tronco del árbol en una parte que no tenía corteza. Volvió con un poco de savia entre las uñas, abrió un cajón y sacó un cofre de madera. En el interior, había fragmentos de valvas de diferentes tamaños. Agarró uno de los trozos más grandes y lo colocó encima del dofus, tratando de encontrar su sitio original. Cuando creyó dar con el sitio correcto, Adamai embadurnó de savia la parte quería aplicar al resto del huevo y la colocó con delicadeza, tratando de temblar lo menos posible. Luego, con la misma delicadeza, quitó su mano de la reliquia y admiró el resultado.
Una gran sonrisa se dibujó en su rostro. Por la ventana, flotando en el aire, un tofu castaño lo observaba sin hacer ruido. Era Grugaloragrán, orgulloso de su joven aprendiz. El pequeño dragón no se dio cuenta, pero, mientras hacía su original puzle, había cambiado de apariencia.
Por primera vez en su corta vida, Adamai era un niño.