¡El Boss Smasher de este verano tiene más de un as en la manga! No dudará en sacar sus mejores cartas para jugarte una mala pasada. Circulan muchas historias sobre su pasado. Antes de vértelas con él, descubre una de ellas. La de aquel que estaba hasta el gorro de ser el dragopardillo de las bromas...

Un wonejo... Un puñado de kamas... Un escudo y hasta una bandada de tofus.
Estaba más que harto de que hurgaran dentro de él para sacar cosas y chismes de todo tipo. A veces, incluso, tenía que tragárselo todo para que el público pensara que aquellos chismes habían desaparecido totalmente, como si los hubieran volatilizado. ¡Puaaaaaaj! Y aquellos bobos creían que era verdad. Ni siquiera se preocupaban por las consecuencias que aquello tenía... ¡Siempre estaba empachado y con náuseas!
«¡Dejad tranquilo mi estómago!», le habría gustado gritar. Si hubiera sabido hablar... Si hubiera habido alguien para escucharlo... Para comprenderlo...
Y todos aquellos doceros que iban a verlo para divertirse después de una agotadora semana de aventuras... Ya no podía seguir oyendo sus gritos llenos de admiración. Siempre sus «¡Ooooh!» y sus «¡Aaaah!», repetidos una y otra vez, semana tras semana. Aquellos trucos que se sabía de memoria y que dilataban y maltrataban un poco más su estómago.
¿Es que él no merecía un poco más de respeto? La excusa era que se trataba de un simple accesorio, que su lugar era, bien colgado de cualquier manera en el perchero, bien sobre la cabeza de doceros de cuero cabelludo no siempre abundante. Por mucho que fuera el protagonista de cada truco de magia, el actor principal, los aplausos y las aclamaciones no iban dirigidos a él. En absoluto...
Aquella injusticia le carcomía por dentro, tanto que sus colores iban perdiendo intensidad día tras día. Desaparecían, como si lo hubieran dejado expuesto al sol. Y peor aún: su fieltro estaba lleno de pelotillas. Aquello casi le daba vergüenza. Pero ¿por qué? ¡Si nadie lo miraba! ¡A nadie le importaba! La gente solo tenía ojos para aquel mago imbécil y aprovechado... Aquel hombre sin escrúpulos que hacía dinero a su costa.
Entonces, se dio cuenta de que su rabia estaba mal encaminada. En el fondo, ¿de verdad podía enfadarse con los doceros que asistían a los espectáculos? En realidad, ellos no tenían culpa de nada. Quien la tenía era aquel malvado mago sin corazón. Aquel Fu-Manchurrón. Con su aspecto de niño mayor, sus grandes ojos risueños y su sonrisa juguetona, parecía no haber roto un plato en su vida... Todos los viernes, cuando caía la noche, encadenaba los trucos de magia para divertir al público. Y todas las semanas el Sombrero Mágiko se preguntaba cuándo terminaría aquel circo. Hasta que comprendió que se había cansado de esperar...
Aquella noche decidió decir basta y ser el protagonista... ¡de verdad! Se dejaría guiar por el miedo y la emoción. Ya se preparaba para hacer su mejor truco... Antes, había echado un vistazo a la programación de Fu-Manchurrón, en su camerino.
«¡Damas y caballeros! Esta noche, mi último número los dejará atónitos. Les pediré que mantengan alejados a los niños y a los anutrofs, ya que su sensibilidad podría verse realmente afectada».
Fu-Manchurrón se acercó al taburete situado en el centro de la tarima y colocó encima al Sombrero Mágiko. Lo tapó con un pañuelo, lo que hizo que este último se volviera loco debido a su severa claustrofobia. El mago cerró los ojos y puso cara de recitar unas fórmulas extrañas. Una nube se formó a sus pies y empezó a cubrirlo. Cuando estaba a punto de desaparecer en aquella nube blancuzca, chasqueó los dedos, y un viento repentino la barrió para dejar paso a un halo de luz que salía de la nada. Fu-Manchurrón abrió los ojos, adoptó un semblante serio y se dirigió a los asistentes.
«Lo que van a ver supera todo lo que puedan imaginar. Yo, Fu-Manchurrón, voy a multiplicarme como un yopuka multiplicaría los panes. Les pediré que presten atención y que conserven la calma. Este hechizo necesita la máxima concentración».
Descubrió al Sombrero Mágiko, metió la mano en él y volvió a cerrar los ojos...
De pronto, volvió a abrirlos bruscamente, confuso.
El mago agitó la mano. Cada vez con más fuerza. Se agarró la muñeca con la mano que tenía libre e intentó zafarse. El pánico empezó a apoderarse de él. Los espectadores reían de buena gana, creyendo que se trataba del enésimo truco del bonachón de Fu-Manchurrón. Sin embargo, el mago no veía dónde estaba la gracia...
«Suél... ñaaa... Suélta... ¡Suéltameeeee!».
No había manera. Estaba atrapado. Peor incluso: tenía la sensación de que una fuerza lo atraía hacia el interior del sombrero. De pronto, buena parte de su antebrazo fue aspirado. Las risas del público aumentaron. Fu-Manchurrón estaba colorado, el sudor le resbalaba por la frente. Una nueva sacudida lo atrajo un poco más hacia el interior del Sombrero Mágiko, tragándose su brazo hasta el hombro. Cuando el sombrero engulló parte de su cara, un alboroto, mezcla de sorpresa y molestia, se formó entre los espectadores. Algo no iba bien...
De repente, todo cobró velocidad. Por mucho que Fu-Manchurrón se resistiera, el Sombrero Mágiko seguía tragándoselo, y no parecía tener escapatoria. Sus gritos ahogados no dejaban lugar a dudas: aquello no era normal. Los espectadores se volvieron locos, empezaron a correr en todas direcciones.
Por su parte, el Sombrero Mágiko crecía y se regocijaba. Crecía tanto que ocupaba todo el campo de visión. Sin duda, tenía el estómago más dilatado que nunca, y estaba a punto de vomitar. ¡A punto de explotar! ¡Pero qué satisfacción sentía! ¿Por qué no había caído antes?
La solución a todos sus problemas había estado allí todo el tiempo, delante de sus ojos.
El cazador cazado... El mago tragado...