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Un bambusero nunca abandona su bambusería...

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Las manos juntas sobre el corazón. Los ojos cerrados. Que el aire llegue al vientre... Espiramos con fuerza...

«Pfff...»

Pandiego hacía su tercer saludo al sol. El relajante sonido de las cascadas de agua de los alrededores y la increíble vista eran perfectos para su sesión diaria de yoga. Aunque era difícil de imaginar, bajo el aspecto de pandawa pueblerino de Pandiego había un insospechado pedacito de sabiduría. Incluso de delicadeza...

 

 

Pandalucía, la tierra que acogió a los pandawas cuando Pandala quedó sumergida bajo las aguas del Caos de Ogrest, es un auténtico Inglorium terrestre. Con sus verdes paisajes, sus varias fuentes, sus altas cumbres y sus casas de bambú de estilo zen y cuidado, no es de extrañar que se haya convertido en un refugio para muchos doceros cansados del ajetreo de la gran ciudad.

Las manos juntas por encima de la cabeza. La espalda recta. Saludamos al sol. El uginak levanta la cabeza. El uginak baja la cabeza.

Que el aire llegue al vientre...

Espiramos con fuerza...

Pandiego, sentado con las piernas cruzadas sobre el antebrazo de la estatua del Gran Puda, se dejaba llevar por ese sentimiento embriagador de serenidad. Esos momentos de relajación que se permitía, casi tan reconfortantes como un buen trago de leche de bambú fermentada, le daban la energía que necesitaba para enfrentarse a su día a día de aventurero.

 

 

Pero ese día la concentración le fallaba un poco... Una joven aventurera ocupaba sus pensamientos y no le dejaba disfrutar del momento. No había manera. Incluso la melodía siempre tan placentera de las cascadas de agua zumbaba en su cabeza, haciendo que el más mínimo de sus pensamientos fuera algo confuso. Su mente estaba como abotargada.

Tenía que moverse.

Pandiego decidió dar un paseo por la bambusería. No sabía decir por qué, pero el lugar tenía algo que lo tranquilizaba. Mientras caminaba, las flores que el viento mecía ofrecían un espectáculo magnífico. Pero, cuando su mirada se detuvo en una de ellas, lo primero que se le vino a la mente fue la flor que aquella joven pandawa llevaba en el pelo.

 

 

Definitivamente, ella estaba presente allá donde mirara...

Pandiego la había conocido durante un instante. La había ayudado cuando ella se las estaba viendo con unos borrachuzos en mitad del pantano salado. Solo le había hecho falta una mirada para enamorarse de aquella aventurera de fuerte carácter...

Debido al tiempo que había pasado recluido en su laboratorio, Pandiego casi había olvidado ese fuerte sentimiento de apego hacia los demás. La aparición de aquella joven aventurera en su vida la había cambiado por completo. Y había despertado al gran sentimental que se escondía en lo más profundo de su ser. Continuó paseando por la cumbre de las Mil Brumas, se tumbó en el suelo y cerró los ojos... Notaba la dulce caricia de las briznas de hierba en su piel.

 

 

¿Y si la buscaba?

«Un bambusero nunca abandona su bambusería», se dijo. ¿Pero y si...? Sin pensárselo dos veces, el pandawa fue corriendo hasta el puerto de Chendú. Estaba decidido: tomaría el primer barco que saliera hacia el continente e iría al lugar del que le había hablado ella. Mientras esperaba a que un barco amarrado levara anclas, Pandiego mataba el tiempo haciendo rebotar las piedras sobre el agua, sentado en un pontón.

Perdido en sus pensamientos, observaba las ondas del agua. Cuando, de repente, un reflejo apareció en su superficie. El de un rostro que daba gusto contemplar. Ella estaba en todos lados. En el más mínimo recoveco del Krosmoz. En el más mínimo sueño al que se agarrara...

 

 

Sin embargo, aquello no era un sueño. Ella estaba allí de verdad, esperándolo.

Un bambusero nunca abandona su bambusería...

 

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